“No necesitamos razones para crear. Sólo necesitamos crear.” – Naoto (Persona 4)

En el cine, al igual que en la literatura o la pintura, el creador controla cada detalle de la obra. El director decide que vemos, cuando lo vemos y como interpretamos lo visto. En los videojuegos, ese control se divide y el jugador se convierte en co-creador. Su capacidad de explorar, fallar, decidir y actuar transforma la experiencia. Este fenómeno no debilita al videojuego como forma de arte, al contrario, representa su mayor revolución cultural, el arte ya no se limita únicamente a ser contemplado, también puede ser vivido.
Sin embargo, aquí surge el gran desafío: crear experiencias que permitan esa libertad sin comprometer la cohesión narrativa ni la visión artística. Títulos como Elden Ring o Dark Souls han demostrado que es factible desarrollar historias impactantes a través de la fragmentación; invitando al jugador a reconstruir el significado a partir de pistas dispersas en su entorno. Esta forma de “relato ambiental" es única en los videojuegos y difícilmente replicable en el cine o la literatura; y representa uno de los mayores activos que esta forma de arte ha empezado a cultivar.
La narrativa ambiental no se impone, se sugiere sutilmente. Requiere la participación activa de un jugador curioso y dispuesto a juntar las piezas del rompecabezas sin que nadie le indique cómo hacerlo. Esa forma de comunicación sutil donde los entornos, objetos, arquitecturas y sonidos tienen voz, elevan al videojuego hacia una categoría en la que incluso el silencio puede relatar historias. En este contexto, la experiencia deja de ser lineal para convertirse en una especie de arqueología emocional.
El auténtico poder de los videojuegos no radica únicamente en relatar historias, sino en hacer que se experimenten. No basta con presentar una tragedia, el jugador debe cargar con ella, ser partícipe de su desarrollo y enfrentar las consecuencias de sus decisiones. Juegos como Papers, Please o Spec Ops: The Line no solo exponen dilemas éticos, obligan a sus jugadores a enfrentarlos en primera persona, generando una incomodidad moral que ningún otro medio logra replicar con la misma contundencia.

La relación entre la narrativa y mecánica está evolucionando. Juegos como Undertale, Outer Wilds o Inscryption, exploran diversas maneras donde las propias reglas del juego se convierten en elementos narrativos fundamentales. No solo se trata de superar niveles o vencer enemigos, sino de desafiar convenciones, romper barreras, o incluso manejar el tiempo como si fuese un rival. En estas experiencias, el sistema deja de ser solamente un escenario para transformarse en una parte esencial del mensaje.
Los videojuegos tienen una cualidad única al combinar la narrativa y la experiencia del jugador; logrando crear una catarsis activada en la que el dolor, la culpa o la redención no son solo observados, también experimentados. Esta intensidad emocional, si se aborda con madurez, podría situar al videojuego como una de las formas de arte más transformadores de nuestra era.
Sin embargo, para que esta promesa se cumpla por completo, la industria debe estar dispuesta aceptar cambios profundos. La madurez cultural de un medio no solo se evalúa por su calidad técnica, también por su capacidad de abrazar propuestas variadas y arriesgadas. Es necesario desarrollar videojuegos que exploren nuevos enfoques narrativos y emocionales, reconociendo que un gameplay adictivo no siempre debe ser el único objetivo. La experiencia de juego también puede ser contemplativa, inquietante, filosófica o desconcertante.
En este sentido, aún queda camino por recorrer. Aunque juegos como Death Stranding, Red Dead Redemption 2 o Disco Elysium nos han demostrado que esto es posible. Sin embargo, para considerarlo arte será necesario que la valentía plasmada en estos títulos se vuelva la regla y no la excepción a la norma. Por ejemplo, la obra de Hideo Kojima puede gustar más, o menos, dependiendo del tipo de jugador que seas, pero su ambición artística y narrativa deja claro que los videojuegos pueden aspirar a ser más que un simple espectáculo.
Es vital que los jugadores evolucionen. Como audiencia, somos coautores del destino de esta industria. Por lo tanto, no podemos esperar obras más profundas y maduras, y al mismo tiempo, castigar comercialmente cada intento de innovación. Es imprescindible exigir propuestas atrevidas y respaldar proyectos que desafíen las convenciones establecidas, reconocer el valor de experiencias que buscan autenticidad en lugar de la aprobación universal es fundamental para construir un futuro donde los videojuegos sean reconocidos como una forma de arte legítima y en constante evolución.

Este cambio también implica replantear el significado de “éxito” en la industria. En el arte no todo necesita ser masivo para ser significativo. Lo que una obra como Journey puede transmitir a un grupo reducido de jugadores puede tener un impacto cultural igual o superior que un superventas. La madurez se alcanzará cuando se entienda que el valor de una obra no se mide exclusivamente en copias vendidas.
La interrogante no radica en si los videojuegos pueden ser considerados arte. La verdadera pregunta es si estamos dispuestos a tratarlos como tal; aceptando su compleja naturaleza, acogiendo su diversidad, y, exigiéndoles más que simplemente servir como distracción. Porque lo que realmente caracteriza al arte no es su capacidad para entretener, sino su capacidad para transformar. Y los videojuegos, cuando se atreven, son transformadores.